sábado, 24 de enero de 2015

EL ESPAÑOL Y SUS MALETAS

En 1987 la organización francesa Foro de Estudiantes Europeos empujó la creación del programa ERASMUS, el plan de acción de la Comunidad Europea para la movilidad de estudiantes universitarios. Este plan tiene como objetivo “mejorar la calidad y fortalecer la dimensión europea de la enseñanza superior fomentando la cooperación transnacional entre universidades, estimulando la movilidad Europea y mejorando la transparencia y el pleno reconocimiento académico de los estudios y cualificaciones de toda la Unión”. Tras más de 25 años podemos apreciar muchos avances en la movilidad europea, incluso a nivel de estudios universitarios, el programa ERASMUS ha ido creciendo constantemente y ha ayudado a que muchos jóvenes se formen y conozcan otros países de nuestro entorno. Yo mismo fui becado en 2005 y tuve la oportunidad de pasar dos cursos en Alemania. Sin embargo, me pregunto si la movilidad ha sido gracias al programa ERASMUS o sencillamente a la mejora de las comunicaciones internacionales. Es decir, ¿cuánto han crecido los intercambios con USA?, ¿y con Asia? Proporcionalmente las cifras no son diferentes. Y esta misma pregunta nos la podríamos hacer de otros muchos programas de integración europea. Por supuesto que son bienvenidos, y por supuesto que ayudan, pero los resultados son, en gran medida, provocados por el nivel de estandarización que permite la técnica, y dudosamente por el sentimiento europeo de los ciudadanos. ¿Seguimos luchando por una utopía?


Esto merece un análisis muy profundo que va desde lo económico hasta lo filosófico y, como comprenderéis, en ese charco no me vais a leer (por ahora). Sin embargo, si quiero escribir sobre una reflexión que me provoca esta situación y que tiene mucho que ver con mi interés por cómo nos desarrollamos en nuestras organizaciones. Nuestra sociedad aún no ha sido capaz de alcanzar ese sentimiento de integración (ni europeo, ni global) que por otro lado es posible y hasta necesario. En general vemos como un drama que nuestros licenciados salgan de nuestro país a buscar trabajo, en vez de verlo como una ventaja que tenemos al ser exportador de talento.

No obstante creo que nos estamos acercando a ese estado de madurez contextual. A nivel empresarial, el proceso de internacionalización que se ha visto en España en los últimos diez años ha sido espectacular. No voy a valorar si esto es bueno o malo para la economía de nuestro país, pero es indudable que socialmente no vemos con la misma pesadumbre que nuestros ingenieros se marchen porque no hay trabajo, que nuestras empresas se marchen porque no hay consumo. Y este es, en mi opinión, el primer paso a aceptar que las fronteras sólo nos las ponemos nosotros mismos.

Igual que una empresa desarrolla capacidades que le permite abrir otros mercados y crecer a nivel internacional, nosotros debemos desarrollar competencias que nos hagan atractivos en otros mercados. Aprender idiomas, desarrollar habilidades sociales, aceptar la diversidad de culturas, entender otras costumbres y combinar todo esto con nuestra esencia es parte fundamental de este proceso.

Estas semanas he empezado a dar clase a un grupo de 50 chicos y chicas de 35 países distintos. La variedad cultural, como podéis imaginar, es espectacular y eso nos enriquece a todos. Son jóvenes que han entendido que necesitan capacidades distintas a las de sus padres y que hoy en día se necesita poco más que voluntad para conseguirlo, pero el primer paso está en la aceptación social. Nosotros tenemos que perder el miedo y, quizá más importante, evitar que nuestros hijos tengan miedo.

Tras 25 años del programa ERASMUS podemos decir que ya ha pasado una generación, ¿percibimos la movilidad mejor o peor que nuestros padres? ¿Estamos realmente preparados para esa movilidad? 

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