En 1987 la organización francesa Foro de
Estudiantes Europeos empujó la creación del programa ERASMUS, el plan de acción
de la Comunidad Europea para la movilidad de estudiantes universitarios. Este
plan tiene como objetivo “mejorar la calidad y fortalecer la dimensión europea
de la enseñanza superior fomentando la cooperación transnacional entre
universidades, estimulando la movilidad Europea y mejorando la transparencia y
el pleno reconocimiento académico de los estudios y cualificaciones de toda la
Unión”. Tras más de 25 años podemos apreciar muchos avances en la movilidad
europea, incluso a nivel de estudios universitarios, el programa ERASMUS ha ido
creciendo constantemente y ha ayudado a que muchos jóvenes se formen y conozcan
otros países de nuestro entorno. Yo mismo fui becado en 2005 y tuve la
oportunidad de pasar dos cursos en Alemania. Sin embargo, me pregunto si la
movilidad ha sido gracias al programa ERASMUS o sencillamente a la mejora de
las comunicaciones internacionales. Es decir, ¿cuánto han crecido los
intercambios con USA?, ¿y con Asia? Proporcionalmente las cifras no son
diferentes. Y esta misma pregunta nos la podríamos hacer de otros muchos
programas de integración europea. Por supuesto que son bienvenidos, y por
supuesto que ayudan, pero los resultados son, en gran medida, provocados por el
nivel de estandarización que permite la técnica, y dudosamente por el
sentimiento europeo de los ciudadanos. ¿Seguimos luchando por una utopía?
Esto merece un análisis muy profundo que va
desde lo económico hasta lo filosófico y, como comprenderéis, en ese charco no
me vais a leer (por ahora). Sin embargo, si quiero escribir sobre una reflexión
que me provoca esta situación y que tiene mucho que ver con mi interés por cómo
nos desarrollamos en nuestras organizaciones. Nuestra sociedad aún no ha sido
capaz de alcanzar ese sentimiento de integración (ni europeo, ni global) que
por otro lado es posible y hasta necesario. En general vemos como un drama que
nuestros licenciados salgan de nuestro país a buscar trabajo, en vez de verlo
como una ventaja que tenemos al ser exportador de talento.
No obstante creo que nos estamos acercando a
ese estado de madurez contextual. A nivel empresarial, el proceso de
internacionalización que se ha visto en España en los últimos diez años ha sido
espectacular. No voy a valorar si esto es bueno o malo para la economía de
nuestro país, pero es indudable que socialmente no vemos con la misma
pesadumbre que nuestros ingenieros se marchen porque no hay trabajo, que
nuestras empresas se marchen porque no hay consumo. Y este es, en mi opinión,
el primer paso a aceptar que las fronteras sólo nos las ponemos nosotros
mismos.
Igual que una empresa desarrolla capacidades
que le permite abrir otros mercados y crecer a nivel internacional, nosotros
debemos desarrollar competencias que nos hagan atractivos en otros mercados.
Aprender idiomas, desarrollar habilidades sociales, aceptar la diversidad de
culturas, entender otras costumbres y combinar todo esto con nuestra esencia es
parte fundamental de este proceso.
Estas semanas he empezado a dar clase a un
grupo de 50 chicos y chicas de 35 países distintos. La variedad cultural, como
podéis imaginar, es espectacular y eso nos enriquece a todos. Son jóvenes que
han entendido que necesitan capacidades distintas a las de sus padres y que hoy
en día se necesita poco más que voluntad para conseguirlo, pero el primer paso
está en la aceptación social. Nosotros tenemos que perder el miedo y, quizá más
importante, evitar que nuestros hijos tengan miedo.
Tras 25 años del programa ERASMUS podemos decir que
ya ha pasado una generación, ¿percibimos la movilidad mejor o peor que nuestros
padres? ¿Estamos realmente preparados para esa movilidad?
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