En 1966 se llevó a cabo un experimento con
enfermeras de hospitales de Estados Unidos en el cual un médico desconocido
para ellas les pedía que administraran una dosis el doble de la cantidad diaria
recomendada en el prospecto a un determinado grupo de pacientes. El 95% de las
enfermeras obedeció a la petición y administró el medicamento. Por suerte, el
medicamento, llamado Astroten, resultó ser una píldora de azúcar y no tuvo que
morir nadie para realizar el experimento. Lo que si demostró fue el alto nivel
de obediencia que mostraban las enfermeras.
Por otro lado, estos mismos investigadores,
llevaron a cabo otro experimento con otras enfermeras, a través del cual se les
preguntaba en una encuesta si ellas administrarían una dosis dos veces superior
a la recomendada, en caso de que un médico desconocido se lo pidiera. El
resultado fue que más del 90% de las enfermeras contestó que no lo harían.
La conclusión principal de estos experimentos
resultó ser que, al menos en el colectivo de enfermeras, se observaba un alto
grado de obediencia, al mismo tiempo que mostraban un nivel bajo de consciencia
sobre este comportamiento. Es decir, una mezcla potencialmente fatal.
¿Es esto una situación exclusiva de las
enfermeras? ¿Ocurre en otros sectores? Experimentos posteriores, como el de
Milgram, muestran que en general la población obedece a la autoridad de una
manera bastante clara, es decir, no se trata únicamente de un fenómeno del
cuerpo de enfermeras. Sin embargo la obediencia, per se, no es algo malo,
siempre y cuando se trate de un ejercicio de responsabilidad individual. Un
país, una empresa, o una familia que esté constantemente llamando a las
trincheras es una organización ingobernable y por tanto sólo puede acabar en
frustración y caos. El problema viene cuando esta obediencia no es consciente
por parte del agente que la lleva a cabo. Todos estos experimentos nos muestran
que, en general, somos muy sensibles a obedecer ante cualquier tipo de
autoridad.
Si esto es así, ¿cómo podemos desarrollar una
mayor consciencia de nuestra obediencia? Como digo, no se trata de no obedecer,
sino de identificar cuando lo estamos haciendo, para así decidir si lo que
estamos llevando a cabo cumple o no con nuestros valores, nuestros principios,
nuestros intereses, etc. Para ello es de gran ayuda trabajar en tres planos:
(1) Reconocer nuestros indicadores personales. Todos actuamos de un determinado
modo ante la autoridad. Identificar qué respuestas naturales da nuestro cuerpo
cuando estamos delante de un agente de autoridad (la policía, un médico, un
cargo público, el jefe…), aprender a conocer tu cuerpo, te revelará información
de cómo te comportas cuando obedeces y te ayudará a identificarlo cuando lo
estés haciendo. (2) Desarrollar el concepto de libertad asociado al de
responsabilidad. Nuestra libertad debe estar condicionada a nuestra
responsabilidad (como empleados, como padres, como ciudadanos). En la medida en
que tengamos claros cuales son nuestros niveles de responsabilidad, seremos
capaces de utilizar nuestra libertad de un modo más efectiva. Y (3),
desarrollar el pensamiento crítico, esto es, el proceso por el cual se usa el
conocimiento y la inteligencia para llegar a una posición razonable y
justificada sobre un tema. Por supuesto, esto último requiere vocación de
conocimiento, acceso a la información y la oportunidad de practicarlo de manera
recurrente, pues se trata de un hábito que requiere entrenamiento.
En resumen, ¿es mala la obediencia? No. ¿Es
mala la obediencia ciega? Si. ¿Podemos desarrollar hábitos que nos ayuden a
identificar cuándo estamos obedeciendo y que, por tanto, no sea una obediencia
ciega? Si, y os animo a practicarlo, pues nos enfrentamos a situaciones
similares todos los días de nuestra vida.
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