Siempre he sido un enamorado de los cafés urbanos antiguos y
con gran tradición. En mi memoria,
guardo recuerdos de grandes tertulias y conversaciones en torno a una mesa y a
un café. Así debe de suceder en todo el mundo, pues son infinidad de ellos en
los que se han organizado desde hace mucho tiempo tertulias, tenidas y charlas
de café entre intelectuales, filósofos, autores y toda clase de artistas.
El otro día, en Buenos Aires, tuve la oportunidad de visitar
uno de estos cafés, el Café Tortoni. Entrar en el Café Tortoni es como dar un
salto atrás en el tiempo, y caer en las tertulias de Borges y Alfonsina Storni,
cuyos bustos son testigos mudos de lo que sucede ahora y testimonio de lo que una vez sucedió.
Como poseído por el espíritu que se respira en el ambiente,
me puse a pensar acerca de lo bueno y lo malo de lo que pasa en Argentina y en
España. Sin duda, las calles, los
edificios, el propio Café Tortoni, nos revelan la existencia de una época
floreciente y opulenta de Buenos Aires, y, por ende, de toda Argentina. Además, la gran proliferación de teatros,
palacios e instituciones antiguas perite adivinar un gran pulso cultural
sosteniendo esta opulencia. Antes de
sentarme a tomar café en el Tortoni, había estado en el Gran Teatro Colón, evidencia rotunda de lo que digo.
Sin embargo, al salir de ese trasunto de máquina del tiempo
que es el Café Tortoni, uno se da de bruces con una realidad decadente, vieja,
ajada y llena de jirones. Toda Argentina está sumida en la fatalidad, en la
nostalgia y en la melancolía. La realidad opulenta de Argentina sólo habita ya
en los libros de historia. A la nostalgia de un hecho que no ha sucedido en la
vivencia de una persona, alguien lo llamó con acierto melancolía, una palabra
que evoca sentimientos de tristeza y resignación. Sin embargo, esa es la palabra que mejor
expresa lo que he podido conocer de Argentina durante estos días.
Melancolía. No en vano, si alguien muy
lúcido dijo que Argentina es un país en el diván; por ser el país donde más seguidores
de Freud existen, esa postración y depresión presente por cuenta de un pasado
que nadie tiene ya en sus pupilas es carne de diván, ya que, presos de un
recuerdo inexistente, no viven el
presente en plenitud.
En este diván ocurre algo parecido a lo que ocurría en el
célebre callejón del Gato. La realidad se ve distorsionada, grotesca. En
Argentina se ha elevado hasta el
paroxismo a categoría de mito a unos personajes que, bien mirado, han
significado la ruina moral del país. En
este país, se venera, al modo de santos cuya sola invocación provocara la
lluvia, a Eva Duarte Perón. Tal es la
admiración por esta mujer (al que realmente ejerció el poder, su marido, Juan
Domingo Perón, no se le recuerda tanto)
que aún hoy, setenta años tras su muerte, todos partidos políticos,
todos, a diestra y siniestra, se definen como peronistas.
Puede establecerse que su legado, junto con otras
peregrinas ideas que han florecido en
esta zona como la hidra, ha sido el germen del mal que aflige y posterga ad
calendam graecas el definitivo despegue de Latinoamérica; el populismo.
Creo que fue Chesterton el que dijo que, cuando no se cree en Dios, se
corre el riesgo de creer en cualquier cosa. Sustituir, o mejor dicho, elevar a
los altares a algo tan vulgar y corriente como una persona provoca que sus
ideas, por bien intencionadas que fueran,
sirvan para los más terrible propósitos.
La mezcla de marxismo y fascismo que se nos ofrece con el populismo, es
la prueba de ello. A modo de un cóctel, la mezcla se hace dulce, atractiva,
jugosa, fresca…. Pero causa una terrible
indigestión; y si se abusa de forma continuada, una dependencia. Esa dependencia es lo que hace que hoy
Argentina sea un país ineficiente, cansado, viejo… pero muy rico.
Sin embargo, tienen algo que me causó una sana envidia. Los argentinos están muy orgullosos de
serlo. No conozco a ningún español que,
aún sintiéndose orgulloso de serlo (como yo), al modo machadiano, no le duela España.
Bien, quizá un día Argentina deje de perder el tiempo, se
abran al mundo, pierdan el miedo y canalicen todo esa fuerza vital que late en
su corazón. Quizá renueven sus altares y, esta vez si, veneren la libertad, la
cultura, el conocimiento y el trabajo. Mientras tanto, y a pesar de todo,
seguiremos disfrutando de esa fatalidad suya, tan bien cantada y bailada en sus
innumerables teatros porteños.
Al llegar al Hotel,
después de mi parada en el café Tortoni, hice una pequeña lista de cafés en una
servilleta que cogí como recuerdo. Anoté los nombres de cafés y bares tradicionales y antiguos que había visitado, y
pensé, ¿Por qué no compartir con mis compañeros EMBARCADOS la lista y pedirles
que envíen la suya con un artículo de cada lugar? Si uno no viaja, siempre es
un buen remedio viajar a través de los amigos.
Cafés:
Café Gijón en Madrid
Café Iruña, en Pamplona.
La Bodeguita del Medio, en La Habana.
Café de Levante, en mi Zaragoza
Café Florian, en Venecia.
Café Tortoni, en Buenos Aires.
Jorge Barcelona
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